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jueves, 24 de noviembre de 2016
lunes, 25 de mayo de 2009
Realidades
Había una vez una bonita provincia llamada Soria donde la pobre sufría continuamente el abandono de sus habitantes. Éstos marchaban a las grandes capitales como Madrid, Barcelona o Bilbao donde estudiaban una carrera (ya que en Soria la oferta de carreras era escasa) y donde ya comenzaban su nueva vida, eso sí, sin olvidar su tierra (olvidada) y pensando siempre en volver a ella. Mientras esto sucedía, la pequeña Soria, cada vez más pequeña, estaba gobernada por individuos que no hacían nada por saciar este problema y veía como su población era cada vez más anciana. A su vez, llegaban los jubilados de Madrid, Barcelona y Bilbao y se instalaban en ella haciendo que su población todavía siguiera envejeciendo. MENOS mal, que un día aparecieron ciertos habitantes de otras culturas, que pudieron seguir manteniendo Soria, y cuidando a sus viejos habitantes. Pasaron los años hasta que un día Soria se convirtió en una enorme RESIDENCIA DE ANCIANOS, la cual esperaba que en poco tiempo se transformara en un enorme cementerio, ya que todos sabemos que la esperanza de vida no es eterna.
jueves, 29 de mayo de 2008
Soñando con ilusiones, volando con palabras
La tarde resulta pesada con el día tan soleado y tan caliente sobre la piel. Los escasos matorrales que allí perduraban parecía que iban a arder y yo sentada en su minúscula sombra sentía que de un instante a otro iba a empezar a evaporarse el sudor de mi tez.
Llevaba las zapatillas de siempre, de toda la vida, de cordones y blancas. Mi camiseta blanca también, y mis bermudas a cuadros, de cuando mi padre era joven. Mi pelo, por suerte, iba recogido en una coleta que me rozaba la espalda y caía sobre ella pegajosa a más no poder. Me incorporé cansada, aturdida, mareada por aquella solina. La bicicleta apoyada a un lado del camino me esperaba, para volver.
Como no habría cogido aquella gorra que mi abuela me ofreció y yo rechacé con brutalidad pensando que no me haría falta. Y ahora qué, a punto de sufrir una insolación, sin agua y a varios kilómetros de mi más dulce hogar. Los pedales estaban duros, tanto que mis rodillas crujían al subir aquellas cuestas empinadas que me separaban de mi destino. En sí, aquello ya era de jóvenes, yo no estaba para tales esfuerzos de niña.
Los campos, que iba dejando atrás cambiando de color, a un amarillo paja, a un amarillo seco, tan típico del verano. Las espigas del trigo y la cebada se movían con la escasa brisa de la tarde pareciendo aquello en vez de un campo de cultivo, un mar verde y amarillento. Y con tal satisfacción de poder respirar aire puro, de sentirme libre, de sentir mi alma divagando por aquel lugar tan sublime llegué a la entrada de la aldea. Pequeña, insignificante, pero especial.
Me baje de la bicicleta y decidí llegar a casa andando. El asfalto ahora si que me dolía en los pies y mi mente solo pensaba en aquel vaso de agua con azúcar para evitar las posteriores agujetas. Sin más, llegué, sin preocupaciones de metro, de autobuses, de retrasos. Llegando sin más, sin importar la hora, sin importar el día, viviendo como debe de vivirse, sin agobios, sin obligaciones. Eso sí, aprender a vivir con uno mismo, sintiéndose uno seguro de lo que hace, de lo que puede estar perdiendo, pero disfrutando con lo que gana: tiempo, sabiduría, belleza… Cosas que ya no se valoran como antes, que ahora son dignas de las revistas, de llegar un minuto antes para haber cogido tal tren, de estudiar por estudiar una carrera tras otra, cuando uno si tiene inteligencia la tendrá para siempre y solo la irá aprendiendo a manejar con la vejez y la experiencia. Y así se nos enseña a vivir a las nuevas generaciones, en las urbes, en la contaminación. En lugares atestados de personas y más personas que se mueven por los sitios por inercia, sin pensar en lo que hacen, si pararse a cavilar como están perdiendo parte de su persona y de su integridad como ser humano para convertirse en máquinas, en masa. Masa barata para el estado, para todos los estados existentes en este mundo, y para los poderes, los únicos que conservan su persona y la guardan para manejar a su antojo al resto. Y así, sin más, seguimos yéndonos de los pueblos, de los sitios medio despoblados, de la naturaleza para meternos de lleno en la boca del lobo, llena de mierda.
Llevaba las zapatillas de siempre, de toda la vida, de cordones y blancas. Mi camiseta blanca también, y mis bermudas a cuadros, de cuando mi padre era joven. Mi pelo, por suerte, iba recogido en una coleta que me rozaba la espalda y caía sobre ella pegajosa a más no poder. Me incorporé cansada, aturdida, mareada por aquella solina. La bicicleta apoyada a un lado del camino me esperaba, para volver.
Como no habría cogido aquella gorra que mi abuela me ofreció y yo rechacé con brutalidad pensando que no me haría falta. Y ahora qué, a punto de sufrir una insolación, sin agua y a varios kilómetros de mi más dulce hogar. Los pedales estaban duros, tanto que mis rodillas crujían al subir aquellas cuestas empinadas que me separaban de mi destino. En sí, aquello ya era de jóvenes, yo no estaba para tales esfuerzos de niña.
Los campos, que iba dejando atrás cambiando de color, a un amarillo paja, a un amarillo seco, tan típico del verano. Las espigas del trigo y la cebada se movían con la escasa brisa de la tarde pareciendo aquello en vez de un campo de cultivo, un mar verde y amarillento. Y con tal satisfacción de poder respirar aire puro, de sentirme libre, de sentir mi alma divagando por aquel lugar tan sublime llegué a la entrada de la aldea. Pequeña, insignificante, pero especial.
Me baje de la bicicleta y decidí llegar a casa andando. El asfalto ahora si que me dolía en los pies y mi mente solo pensaba en aquel vaso de agua con azúcar para evitar las posteriores agujetas. Sin más, llegué, sin preocupaciones de metro, de autobuses, de retrasos. Llegando sin más, sin importar la hora, sin importar el día, viviendo como debe de vivirse, sin agobios, sin obligaciones. Eso sí, aprender a vivir con uno mismo, sintiéndose uno seguro de lo que hace, de lo que puede estar perdiendo, pero disfrutando con lo que gana: tiempo, sabiduría, belleza… Cosas que ya no se valoran como antes, que ahora son dignas de las revistas, de llegar un minuto antes para haber cogido tal tren, de estudiar por estudiar una carrera tras otra, cuando uno si tiene inteligencia la tendrá para siempre y solo la irá aprendiendo a manejar con la vejez y la experiencia. Y así se nos enseña a vivir a las nuevas generaciones, en las urbes, en la contaminación. En lugares atestados de personas y más personas que se mueven por los sitios por inercia, sin pensar en lo que hacen, si pararse a cavilar como están perdiendo parte de su persona y de su integridad como ser humano para convertirse en máquinas, en masa. Masa barata para el estado, para todos los estados existentes en este mundo, y para los poderes, los únicos que conservan su persona y la guardan para manejar a su antojo al resto. Y así, sin más, seguimos yéndonos de los pueblos, de los sitios medio despoblados, de la naturaleza para meternos de lleno en la boca del lobo, llena de mierda.
sábado, 12 de enero de 2008
sábado, 5 de enero de 2008
Tedio
Este aburrimiento que me engulle me provoca un pesado dolor de cabeza que ya ni el gelocatil puede aliviar. Y es que en tan grandioso imperio que me encuentro, frío hace porque lo siento cada vez que mi cuerpo pisa la calle, no hay apenas alma grata con la que poder compartir el valioso tiempo, que todavía dicen que lo es más en estas fechas de navidad. Ya ni nieva para al menos poder enamorarse desde la ventana de la luz blanca que desprende bajo el sol su armonioso manto virgen de toda huella humana. Y es que estas navidades, como tantas otras que me esperan, son aburridas hasta no poder serlo más, y para colmo aguantar todas las típicas costumbres que desde pequeños nos inculcan y los valores tan falsos que dicen existir entre nosotros durantes estos días de “paz y amor”. No se si es más fácil reír o llorar de tan inigualable momento.
Puedo pasear por las calles mojadas bajo el reflejo de las farolas, con la nariz colorada y entrando en un estado de congelación. Es una buena opción, cuando veo a lo lejos y cada más inmediato el ruido de tráfico, el metro, la multitud, la capital. Así que cierro los ojos e intento disuadirme de toda razón, de todo pesar, de todo lo que tengo a mi alrededor que lo he visto tantas veces que aunque cierre mis ojos inevitablemente veo.
Dicen que podemos distraernos en estos ratos de hastío con un libro, con un buen programa de televisión, pero yo solo veo que mi situación tan agria de vacío tanto físico como interno no tiene tan sencilla e inútil solución, que cuando te consume el tiempo es que te consume, y si me consume cuando alguien llegue a esta casa tan solo podrá ver mis ropas despojadas en este cómodo asiento.
Puedo pasear por las calles mojadas bajo el reflejo de las farolas, con la nariz colorada y entrando en un estado de congelación. Es una buena opción, cuando veo a lo lejos y cada más inmediato el ruido de tráfico, el metro, la multitud, la capital. Así que cierro los ojos e intento disuadirme de toda razón, de todo pesar, de todo lo que tengo a mi alrededor que lo he visto tantas veces que aunque cierre mis ojos inevitablemente veo.
Dicen que podemos distraernos en estos ratos de hastío con un libro, con un buen programa de televisión, pero yo solo veo que mi situación tan agria de vacío tanto físico como interno no tiene tan sencilla e inútil solución, que cuando te consume el tiempo es que te consume, y si me consume cuando alguien llegue a esta casa tan solo podrá ver mis ropas despojadas en este cómodo asiento.
jueves, 3 de enero de 2008
miércoles, 12 de diciembre de 2007
Vaquillas
El otro día rebuscando en el youtube encontré un video de Muro, no se quién lo ha puesto, la verdad...
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