jueves, 29 de mayo de 2008

Soñando con ilusiones, volando con palabras

La tarde resulta pesada con el día tan soleado y tan caliente sobre la piel. Los escasos matorrales que allí perduraban parecía que iban a arder y yo sentada en su minúscula sombra sentía que de un instante a otro iba a empezar a evaporarse el sudor de mi tez.

Llevaba las zapatillas de siempre, de toda la vida, de cordones y blancas. Mi camiseta blanca también, y mis bermudas a cuadros, de cuando mi padre era joven. Mi pelo, por suerte, iba recogido en una coleta que me rozaba la espalda y caía sobre ella pegajosa a más no poder. Me incorporé cansada, aturdida, mareada por aquella solina. La bicicleta apoyada a un lado del camino me esperaba, para volver.

Como no habría cogido aquella gorra que mi abuela me ofreció y yo rechacé con brutalidad pensando que no me haría falta. Y ahora qué, a punto de sufrir una insolación, sin agua y a varios kilómetros de mi más dulce hogar. Los pedales estaban duros, tanto que mis rodillas crujían al subir aquellas cuestas empinadas que me separaban de mi destino. En sí, aquello ya era de jóvenes, yo no estaba para tales esfuerzos de niña.

Los campos, que iba dejando atrás cambiando de color, a un amarillo paja, a un amarillo seco, tan típico del verano. Las espigas del trigo y la cebada se movían con la escasa brisa de la tarde pareciendo aquello en vez de un campo de cultivo, un mar verde y amarillento. Y con tal satisfacción de poder respirar aire puro, de sentirme libre, de sentir mi alma divagando por aquel lugar tan sublime llegué a la entrada de la aldea. Pequeña, insignificante, pero especial.

Me baje de la bicicleta y decidí llegar a casa andando. El asfalto ahora si que me dolía en los pies y mi mente solo pensaba en aquel vaso de agua con azúcar para evitar las posteriores agujetas. Sin más, llegué, sin preocupaciones de metro, de autobuses, de retrasos. Llegando sin más, sin importar la hora, sin importar el día, viviendo como debe de vivirse, sin agobios, sin obligaciones. Eso sí, aprender a vivir con uno mismo, sintiéndose uno seguro de lo que hace, de lo que puede estar perdiendo, pero disfrutando con lo que gana: tiempo, sabiduría, belleza… Cosas que ya no se valoran como antes, que ahora son dignas de las revistas, de llegar un minuto antes para haber cogido tal tren, de estudiar por estudiar una carrera tras otra, cuando uno si tiene inteligencia la tendrá para siempre y solo la irá aprendiendo a manejar con la vejez y la experiencia. Y así se nos enseña a vivir a las nuevas generaciones, en las urbes, en la contaminación. En lugares atestados de personas y más personas que se mueven por los sitios por inercia, sin pensar en lo que hacen, si pararse a cavilar como están perdiendo parte de su persona y de su integridad como ser humano para convertirse en máquinas, en masa. Masa barata para el estado, para todos los estados existentes en este mundo, y para los poderes, los únicos que conservan su persona y la guardan para manejar a su antojo al resto. Y así, sin más, seguimos yéndonos de los pueblos, de los sitios medio despoblados, de la naturaleza para meternos de lleno en la boca del lobo, llena de mierda.