martes, 5 de junio de 2007

A las nueve

La mesa puesta. Todo en su punto exacto, el plato, a su izquierda el tenedor y a su derecha la cuchara. Carmen puso una tapa a la sartén que escondía la cena. Las nueve en el reloj, el inicio del parte de la noche en la televisión, y aún se oían el cantar de los pájaros bajo los últimos rayos de sol. A la espera de que su marido llegase de la rutinaria y típica cerveza de las ocho, decidió aprovechar para regar.

Dejó la puerta de la trascocina abierta y subió las escaleras hasta la cochera. Allí llegó a la calle. El buen tiempo se advertía al escuchar ya las voces de aquellos vecinos que atraídos por él, sacaban sus sillas y se sentaban a tomar la fresca.

A su paso, cuadrilla de gatos esperando los restos de comida de sus diversas cuidadoras y el poco sol enfrente, ocultándose en el horizonte. La casa de su hija estaba próxima a la suya. Las flores primaverales eran resultado de sus propias manos y cuidados. Rosas queriendo salir de sus capullos. Deshizo de las hojas secas a los geranios y refrescó el césped con la manguera. Ya estaba el pequeño murciélago revoloteando por el jardín como cada noche.

Cuando las plantas ya quedaron satisfechas, se marchó de nuevo a la plaza. El peculiar sonido de la furgoneta que parece desgarrarse cada vez que se arranca, llegó a sus oídos. Su marido, en su ausencia, y como tantos cientos de atardeceres se encaminaba a la granja, a cerrar las ventanas a conveniencia del rumbo del viento.

Con rápido paso llegó a casa y se encontró encima de la mesa con el plato, sin usar. (La tele, el alivio perfecto para otra espera…)